Siempre he pensado que mi profesión es una de las más honorables que se pueden elegir. Mi abuelo fue maestro, mi padre también y mi madre ha dado clases en un instituto de secundaria durante años. La tradición familiar nunca me supuso un acicate y realmente elegí la enseñanza por pura vocación, pero de haber sabido que acabaría en la Escuela Mixta de Ágradein posiblemente me habría dedicado a vender aspiradoras de puerta en puerta.
Ser partícipe en la educación de las generaciones futuras es una gran responsabilidad y supone un trabajo arduo. Enfrentarse a una clase repleta de infantes hiperactivos es agotador, pero si cambiamos una clase de pequeños humanos saltarines y chillones por un aula de pequeños no-humanos saltarines y chillones la cosa cambia drásticamente. No tenéis ni idea de lo difícil que es mi trabajo; ya me diréis cómo se puede controlar a un crío que es capaz de volverse invisible. Duendes, hadas, grifos, pequeñas hechiceras y minotauros con incipientes cuernecillos son algunos de mis alumnos. Los peores, con diferencia, son los vampiros; con ellos no te puedes descuidar ni un segundo porque a la que te das la vuelta ya se han convertido en niebla para escaparse por debajo de la puerta y hacer novillos. También hay humanos, claro está, por eso se le llama Escuela Mixta, pero son escasos porque pocos padres están dispuestos a exponer a sus hijos a que los conviertan en piedra o los embrujen sin querer. No es que los no-humanos sean malos, ni mucho menos, la gran mayoría son buenos chicos y muy cariñosos conmigo, en especial Albert, el niño lobo. Le he caído en gracia y siempre que me ve entrar en clase salta y mueve la colita con algarabía. Una vez se alegró tanto de verme que se hizo pis encima. Lo más curioso es que ninguno de sus compañeros se rio, tal vez porque en Ágradein a nadie se le consideraba el rarito de la clase puesto que todos eran realmente singulares y únicos.
Imaginad pues a un joven inexperto, recién salido de la facultad de magisterio, enfrentándose día a día con semejantes monstruitos. Ése soy yo. Y ahora me hallaba en el despacho de la directora, avergonzado, en calzoncillos, chamuscado y sin cejas. Y todavía humeando…
―Tengo que felicitarle por su entereza y su rapidez, ha salvado la vida de sus alumnos ―me dijo la directora, comprensiva. Aunque poco me consoló porque estaba en calzoncillos delante de tan respetable señora. ¡Delante de mi jefa!
Agaché la cabeza y asentí. Supongo que entendió mi apuro y por eso dijo:
―Vaya a ver al conserje y que le preste un uniforme, después váyase a casa. Puede tomarse el resto de la semana libre.
―Gracias ―le respondí verdaderamente agradecido.
Hice lo que me ordenó y vestido con un mono azul de trabajo dejé el colegio justo cuando los bomberos recogían las mangueras después de haber sofocado el incendio sucedido en mi clase. En la puerta me encontré con el imponente señor Flores, que acababa de recoger a su hija. El dragón esmeralda, que mediría unos tres metros, se volvió para saludarme, se acercó con un par de zancadas gigantescas y pronunció con voz grave:
―Ramón, mi hija quiere decirle algo.
Miré entonces a Rosita, la dragona de la clase, la misma que había reducido a cenizas desde los pupitres hasta la pizarra, y eso que era tan pequeña que no me llegaba ni a la cintura. De haber sido tan grande como su padre posiblemente habría incinerado el colegio entero.
―¿Te encuentras mejor, Rosita? ―le pregunté a la pequeña dragona.
―Sí… ―contestó con timidez―. Siento mucho haber quemado la clase, yo no quería chamuscarle, profe…
Que había sido sin querer ya lo sabía. Estaba dando la lección cuando de repente escuché entre mi público un ruido muy extraño que sonó como una tubería a punto de explotar. Entonces me fijé en la cara de Rosita, que se estaba poniendo morada. Me asusté, y enseguida fui a ver qué le pasaba pero antes de que pudiera hacer nada a la dragona se le escapó el eructo más potente que había escuchado en mi vida. Retumbó hasta el suelo y apenas tuve tiempo de cubrirme con los brazos cuando escupió una llamarada. El resultado del flato fue una estampida de pequeños no-humanos, una clase quemada y un maestro convertido en un carboncillo.
―Lo sé, pequeña, no te apures. Pero la próxima vez que te sientas indispuesta saca la cabeza por la ventana.
La pobre me miró disgustada, con unos ojillos brillantes y enormes. Se abrazó a mí y con un suspiro rodeé el cuerpo escamoso, que era realmente calentito, blandito y reconfortante.
―Es el mejor profe del mundo mundial ―dijo la dragona.
―Gracias, Rosita… ―le contesté con un nudo en la garganta.
Olvidad todo lo que os he contado antes. Mi trabajo es el mejor del mundo y adoro a estos pequeñajos. Daba las gracias por la bendita inocencia cuando a Rosita se le pusieron los ojos como dos huevos fritos y regurgitó como una cañería a punto de explotar.
―¡Noooooo…! ―exclamé.
Lo siguiente que escupió la dragona fue un contundente y potente:
―GRRRROOOOT…
El resto ya os lo podéis imaginar.
Nota para los lectores: Este relato es un ejercicio para
Adictos a la Escritura. Si queréis leer más relatos como éste visitad el blog oficial del grupo.
Nota para los Adictos: Los personajes que me tocaron fueron una dragona y un profesor de escuela.